martes, 24 de diciembre de 2019

CAPITULO 11




LA JOVEN recepcionista los llevó a la salida del hospital y Paula suspiró cuando las puertas se cerraron a su espalda. Solo había faltado que les pusieran una alfombra roja al salir.


-¿Qué ocurre? -preguntó ella-. ¿Siempre provocas ese efecto en la gente?


-¿A qué efecto te refieres?


Ella arqueó una ceja con escepticismo.


-Como si no te dieras cuenta. Esa mujer se ha portado contigo de forma excesivamente amable.


A pesar de la enigmática sonrisa que le dedicó Pedro como única respuesta, tuvo la impresión de que a él lo disgustaba más ese comportamiento de la gente que a ella.


Había dejado de llover pero estaba helando y el suelo era muy resbaladizo. Pasaron ante un enorme árbol decorado con motivos navideños y la mujer pensó que le encantaba el olor de los pinos.


-¿Dónde hemos aparcado? 


-¿Hemos? -preguntó ella. 


-¿Es que piensas abandonarme aquí? 


-Sí, tenía intención de hacerlo. 


-No tengo dinero ni tarjetas de crédito. Puedes comprobarlo tú misma -dijo, abriéndose la chaqueta.


-No es necesario que lo compruebe. Te creo -dijo ella-. Pero dime una cosa: ¿tan fácil soy de convencer?


El la miró con detenimiento, como si intentara tomar una decisión. 


-Sí, lo eres.


Pedro pensó que también parecía muy joven e inocente y se dijo que, en cambio, su juventud e inocencia quedaban muy lejos. Intentó recordarse que Paula no era como las mujeres a las que estaba acostumbrado y con quienes siempre mantenía relaciones temporales.


-Comprendo. Y tú eres de la clase de personas que se aprovechan de los demás -lo acusó ella.


Paula estaba demasiado enfadada e incómoda como para notar que la expresión de los ojos de Pedro Alfonso había cambiado. La estaba observando de una forma distinta, disfrutando de la visión de sus suaves curvas y haciendo lo posible por no dejarse llevar por el deseo.


En cuanto a Paula, permaneció en silencio porque en aquel momento ni siquiera recordaba dónde había dejado el coche. No podía concentrarse y recordarlo. La idea de volver a estar encerrada con él en un habitáculo tan pequeño la alteraba.


-Dijiste que si salía contigo no volvería a verte de nuevo -declaró entonces.


-Siempre le digo a la gente lo que quiere oír si es necesario para conseguir algo.


-Es decir, mientes...


-Yo no lo diría de se modo.


-No lo dudo.


-Te aseguro que a mí tampoco me gusta la idea.


-Pues ya somos dos.


Sus miradas se encontraron y Paula supo por primera vez que él también la deseaba. La miró con hambre, contemplando sus labios, y se preguntó qué se sentiría al besarlo. Sintió que la garganta se le quedaba seca y los segundos pasaron rápidamente mientras pensaba que de aquello no podía salir nada bueno.


Por su parte, Pedro estaba tan asombrado como ella. Su pulso se había acelerado y no podía dejar de pensar en aquellos labios excepcionalmente sensuales. Quería acariciar su pelo y su cara, pero se apartó de ella.


-Paula...


Pedro pronunció su nombre con tono de advertencia, como un adulto que se dirigiera a un niño para que no hiciera algo malo.


Paula se sintió tan mortificada como confundida. Ya no tenía ninguna duda. Había deseado besarla, era algo real. Lo deseaba tanto como ella pero había preferido no hacerlo.


-¿Qué ibas a decir? ¿Que no te besara? -preguntó ella, sin saber muy bien por qué había pronunciado esas palabras.


-¿Adonde pretendías llegar?


-Esa es una pregunta muy poco elegante.


De repente, a Paula se le pasó una idea extraña por la cabeza y añadió:
-¿Estás casado?


-Eso no es relevante -respondió, algo sorprendido.


-Para mí, sí.


Pedro suspiró. Estaba acostumbrado a enfrentarse a muchas situaciones incómodas. 


Pero, para su sorpresa, la dueña de aquellos ojos azules era más de lo que podía soportar.


-Lo estuve, pero ya no lo estoy. Aunque no entiendo por qué te importa eso.


-Te contestaría que tiene algo que ver con la ética, aunque creo que no me entenderías.


-No veo qué tiene que ver la ética en todo esto. No has hecho nada.


-Si lo hubiera hecho, ¿cómo habrías reaccionado?


Pedro miró sus labios antes de contestar.


-Si me hubieras besado, yo te habría besado -respondió.


-¿Lo habrías hecho? -preguntó ella-. Lo sabía. Pero entonces... ¿por qué te has apartado?


Pedro rio.


-Tú no besas a hombres casados y yo no beso a mujeres tan jóvenes que podrían ser mí hermana pequeña.


—Me sorprende que también tú tengas principios -bromeó.


-A mí me sorprende tanto como a ti -dijo él con ironía-. Pero hace frío aquí. Si no quieres llevarme de vuelta, tendré que hacer algo para alojarme en alguna parte.


Paula lo tocó en un brazo. Pedro se dejó tocar, pero estaba tenso, como si la situación le resultara incómoda.


-¿Cuántos años crees que tengo? -preguntó, divertida.


-No sé. Diecinueve. Tal vez veinte.


-Tengo veintisiete. 


Pedro la miró con ojos entrecerrados. 


-No es posible, no te creo. 


-Es cierto, Pedro. Y es más, te aseguro que tampoco soy una jovencita virgen. 


-Entonces, ¿qué eres?


-La persona que te va a llevar de vuelta a casa.


-Procuraré no olvidarlo. Pero me gustaría saber qué haces cuando no te dedicas a ser ángel de la guarda.


-En este momento, debería estar esquiando.


-¿Y en lugar de eso has preferido pasar las navidades en Yorkshire?


-Surgió una pequeña crisis familiar -explicó.


-Es decir, que te llamaron para que la solucionaras.


-No me importa. Además, ¿a qué otra persona podrían haber llamado?


-No lo sé, dímelo tú. Antes estaba bastante mareado pero yo diría que tienes una familia bastante grande.


-Pues no conoces ni a la mitad. Cada vez que pienso en el número de personas para las que tendré que cocinar en Navidad, sufro un ataque de pánico.


-¿No eras tú la niña... perdón, la mujer, a quien le gustaban las navidades?


-Sí, me gustan. Pero este año es diferente. Tengo que ocupar el lugar de mi madre y estoy fallando miserablemente.


-¿Está enferma?


-No, no está enferma. Se ha marchado.


Pedro arqueó una ceja.


-Entiendo. Se ha marchado con otro hombre... Esas cosas suceden -dijo, con seriedad.


Paula se horrorizó al oír sus palabras.


-No, mi madre no ha hecho eso. Se ha marchado a recargar un poco sus baterías, eso es todo -espetó, casi entre lágrimas-. Y por cierto, no soy ninguna niña.


-¿Quieres hablar sobre ello? -preguntó él, sinceramente preocupado.


-Contigo no.


-Lo comprendo.


-Y ahora, si ya has terminado de interrogarme, deberíamos marcharnos antes de sufrir una hipotermia.


Avergonzada y humillada, Paula giró en redondo y avanzó hacia el lugar donde creía que se podía encontrar el coche. Por suerte, acertó.


-No puedo encontrar las llaves -dijo, mientras buscaba en su bolso.


-Tal vez porque están ahí. La mujer se sintió muy aliviada al ver que las había dejado puestas en la cerradura de una de las portezuelas. 


Pedro se inclinó, las recogió y en lugar de dejarlas en la palma de su mano, se las arregló para acariciarle la muñeca al hacerlo.


-Gracias -dijo ella, sin mirarlo. 


-De nada.


Paula entró en el coche y él intentó acomodar sus largas piernas en el interior del habitáculo. Pero antes de que la mujer pudiera arrancar, él puso una mano sobre una de las manos de Paula y la miró. 


-¿Qué sucede? 


-Estaba pensando en el beso. 


-¿En qué beso? 


-En que deseabas besarme. 


-Tú también.


-Es cierto. Pero ahora que sabes que no soy un hombre casado y que yo sé que no eres una jovencita virgen... Bueno, tenemos muchas en común. No hay razón para que no lo hagamos. 


-Para que no... 


-Para que no nos besemos. 


-Solo hay una -dijo ella, intentando recobrarse—. Si lo haces, gritaré.


-Ah, luego has cambiado de opinión. Tal vez sea mejor así.


Entonces, Pedro se recostó en su asiento y cerró los ojos.


Paula se sintió muy ofendida. No esperaba que se suicidara porque no quisiera besarlo, pero al menos podría haber tenido el detalle de mirarla, como si le importara un poco. A fin de cuentas, habría sido una simple cuestión de buenos modales.





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